martes, 22 de septiembre de 2015

Justicia y diversión



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Don Ponciano Gutiérrez de Tardajos, Marqués de Valdechorrillo, se sentía el hombre más poderoso del mundo desde que el Rey de las Españas, el cuarto Felipe, le había nombrado gobernador de Mandangas. En la realidad sus dominios se reducían a un islote en el  mar de las Antillas, una mierdecilla de islote rodeado de ancantilados y una pequeña ensenada en la que se cobijaban los navíos, pero del cual la Corona no quería desprenderse para que no lo ocupasen los corsarios ingleses.
Mandangas era fundamentalmente una guarnición militar protegida por un castillo roquero, y sus habitantes, exceptuando los militares, se dividían en criminales desterrados de España, barberos, herreros, taberneros, frailes, enterradores y prostitutas, y no les faltaba el currelo a ninguno de estos competentes profesionales.
La diversión habitual, aparte de las borracheras y las orgías de todas las noches, eran los latigazos y las ejecuciones, espectáculos públicos gratuitos que contaban con la asistencia masiva de espectadores. El espectáculo estrella en la diversión de Mandangas era el ahorcamiento. Entre la horca y la peste, combinadas con la llegada de nuevos colonos, se iba renovando el personal isleño.
Al populacho mandangueño le encantaba asistir a la danza macabra del ahorcado, a su pataleo mientras se orinaba, mudaba de color y sacaba la lengua. Los niños se partían de risa y las mujeres no paraban de hacer comentarios obscenos. Y cuando no había un reo para ahorcar, el gobernador se las agenciaba para encontra uno aunque fuese debajo de las piedras. Fue el caso de aquella mañana despejada del veinte y uno días de Julio del Año del Señor de mil y seiscientos sesenta y cinco.
Don Ponciano se dejó bañar, afeitar y vestir por su criado Segisfurcio y a continuación le ordenó que abriese la ventana del dormitorio de par en par.
- Con aquestas calores torridas del verano, incomódame el olor a orines que respírase acullá. Vacíad el orinal, Segisfurcio.
- Sí, Excelencia.
Y el fiel criado arrojó el dorado líquido por la ventana, tal y como se hacia por costumbre, pero sin avisar con el preceptivo "¡agua va!" Y de la calle les llegaron los improperios del individuo que había sido mojado.
- ¡Mil veces hijo de puta leprosa!... ¡Cagüen tus muertos marranos!
Su Excelencia requirió la silla.
- Acercadme la silla a la ventana, Segisfurcio.
Fízolo asina el sirviente y Don Ponciano subiose a ella. Direccionó la chorra en pos del individuo faltón y cayole a este el chorrillo de cálida orina. Y entonces el tipejo protestó más airadamente, atribuyéndole al gobernador amoríos orgiásticos con el diablo, una  monja sarnosa y un comediante sodomita. Y el gobernador no tuvo más remedio que tomar severas medidas, pues no podía permitirse, bajo ningún concepto, que aquel villano lenguaraz quedase impune. Después del Rey de los Cielos y el Rey Cuarto Felipe, no había divinidad más sagrada para los mandangueños que Su Excelencia el Gobernador.
Urogio Salazar Melgarejo fue juzgado sumarísimamente y ahorcado aquella misma mañana. Y vive Dios que fue uno de los ahorcamientos más divertidos, pues duró tanto y danzó tanto en el aire el ahorcado, que hasta los villanos más serios troncharonse de las risas. 
El acto terminó con los gritos de "¡Viva Nuestro Señor el Gobernador!", "¡Viva Nuestra Señora la Santísima Virgen de Mandangas!" y "¡Viva Nuestro Señor Rey el Cuarto Felipe!"
El fiel Segisfurcio sostenía el tintero en el que Don Ponciano untaba la punta de su pluma de ganso cada vez que firmaba un autógrafo. 
Puede que Mandangas fuese un dominio de chichinabo, pero Don Ponciano Gutiérrez de Tardajos se sentía el hombre más poderoso de la Creación. 
En aquellas jornadas felices del Año del Señor de mil y seiscientos sesenta y cinco, Don Ponciano ordenó a un artesano que le construyese una silla especial con un bujero en el asentadero, y que la tal silla fuese instalada de forma que asomase por la ventana, siendo de pleno derecho y gozo del gobernador sentarse en ella y cagar directamente sobre la calle.
Y decretose que todo villano que transitase por la dicha rua cuando el gobernador diese escape libre a su mierda, estaba obligado a gritar: "¡Viva la Mierda de Nuestro Señor el Gobernador!"

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