viernes, 27 de enero de 2017

(63) El caso de la domadora asesinada



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Aparcan a un paso del montón de escombros. A un lado se distinguen los espacios que habían ocupado las casas derribadas. Al otro lado de la calle hay más casas, casas enteras, quizá con solo quince o veinte años de existencia. Parecen erguirse orgullosas, sin miedo a la piqueta: "A nosotras no nos toca todavía" La gran pala mecánica sigue apilando escombros a unos doscientos metros de donde se encuentran nuestros protagonistas.
— ¿Se están examinando ya las huellas?
— Sí, los de la científica creo que nos darán una respuesta está misma mañana. Si disponemos de esas huellas, claro, que esa es otra. No todo el mundo está fichado.
— ¡Menos mal!
Se apean del coche y rodean la gran pila de escombros.
"¡Hay que ver en que terminan convirtiéndose los hogares de tanta gente!", piensa la inspectora.
— Observa — dice el inspector — Estos cascotes de aquí son los que cubrían el cuerpo de la víctima. Verás que están separados del montón más grande. El autor de "enterramiento", por decirlo de alguna manera, se tomó la molestia de ir extrayendo cascotes del montón y colocándolos encima del cadáver.
— ¡Qué curioso!
— Y qué macabro y absurdo a la vez. Si duda debía saber que iban a encontrarlo muy pronto. Los gitanillos se adelantaron, pero ahora, dentro de un rato, lo iba a encontrar el de la pala mecánica que ves allí.
— Utilizó muy pocos cascotes.
— Muy pocos, sí, de hecho nos dijo uno de los niños, el que se lo encontró, que se veía desde fuera una mano.
— ¡Qué espectáculo para unos niños!
— Ya me dirás. Sígueme.
— ¿A dónde vamos?
— Allí — señaló a un punto indefinido, algo lejos de donde se encontraban, tras un largo descampado en donde se veían media docena de chabolas. Se desplazaron en el coche. Aquellas chabolas también estaban amenazadas por el plan de construcción de 500 viviendas. Las familias gitanas levantarían muy pronto el campamento y los niños descubrirían nuevos horizontes urbanos para sus juegos callejeros, como lo hacían los niños de los payos antiguamente.
Unos gitanos les miraron con desconfianza y otros les trataron con aparente campechanía. Eran mujeres y ancianos, los más jóvenes estaban en este momento vendiendo en los mercadillos o recogiendo trastos viejos, y los niños en el colegio García Lorca.
Circularon por una zona de calles estrechas, la más antigua del pueblo, hasta dar con el colegio. De los ocho niños que hicieron el macabro hallazgo, hablaron con los tres protagonistas, los que estuvieron más cerca del cadáver, tres hermanos llamados Jacinta, Rafael y Paco, de ocho, siete y cinco años respectivamente. Paco fue el que descubrió la mano y dio la alarma, Rafael el que movió los cascotes hasta verse la cabeza del muerto, y Jacinta la que lanzó el grito de terror que les hizo huir despavoridos.
"Pues bueno, veremos qué tal se me da interrogar a unos niños" — reflexionó la inspectora.


(Continuará el MARTES 31)

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