sábado, 25 de febrero de 2017

(85) El caso de la domadora asesinada

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La Ñora es un pueblecito de 4.524 habitantes. Su topónimo deviene del murciano medieval "añora": una rueda hidráulica movida por la corriente fluvial y anterior a los molinos de viento. Ahí se dirigía con todo su entusiasmo detectivesco la inspectora Enriqueta Jiménez Herrera.




Días atrás


Dormidos ambos a unos metros de la tragedia, así quedaron Carlos y Sandra, ajenos a la realidad cruel que el destino había puesto muy cerquita de sus narices. Veinte minutos después, el motor de un coche despertaba a Sandra.
— Despierta, tronco, despierta.
— ¡¿Qué pasa, cari?!
— Schissss... habla bajo, háblame en susurros, al oído nada más.
El coche se detuvo entre el camino y el lugar en donde se encontraban ellos, a la misma distancia del camino y de sus muy pinchados cuerpos, justo al lado del cadáver. Sandra entendió la maniobra, aquel hombre había apartado el cadáver del camino para que no lo viese algún caminante nocturno mientras iba a por el coche. Afortundamente no les había visto a ellos. "¡Que no nos vea ahora tampoco, joder!", imploró Sandra para sus adentros. Le tenían muy cerca, de haber mirado un poco a su alrededor los hubiese visto, pero todo su afán se centraba en levantar el cadáver del suelo e introducirlo en el maletero. Unos minutos después, el coche abandonaba el escenario del crimen.
— ¡Joder, Carlos, nos ha podido matar!
— A nosotros... ¿por qué?
— ¡Piensa, hombre, piensa, somos testigos de un asesinato! ¡Despierta, Carlos, despierta!
— ¡Vale, cari, no me agobies! ¡Joder, un asesinato, qué rollo más chungo, ¿no?!


(Continuará)

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