martes, 5 de mayo de 2015

La gran proeza de Martín Aromayo





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Era el "farolillo rojo" de la Vuelta Ciclista a Valgaramanga, el ultimo en la clasificación general, pero no estaba dispuesto a pasar vergüenza en su pueblo.
Los habitantes de Urdiello eran conscientes de que Martín Aromayo, su paisano, no era precisamente una figura del ciclismo, y estaban enterados por la prensa, la radio y la tele de que el pobre Martín era el ultimo del peloton. No obstante le querían por ser hijo de su pueblo y paisano de todos ellos, que, a falta de personajes ilustres en Urdiello, Martín se había convertido en un símbolo, y además era muy buena persona. Por eso, aquel día, el día que la Vuelta pasaba por Urdiello, decidieron homenajearle con una pancarta, una enorme pancarta que hacía de arco del triunfo en la carretera, y en la que ponía: "ANIMO, MARTíN, CAMPEóN"
Pero Martín había decidido realizar una proeza para ganarse la admiración de su pueblo del alma y hacer que Urdiello alcanzase fama mundial. No quería pasar vergüenza en su pueblo, pero tampoco quería que sus amigos se avergozasen de él. Esa admiración benevolente que le profesaban no le colmaba en absoluto.
Y Martín inició una fuga en solitario a los 20 kilómetros de la salida. Naturalmente, se lo permitieron. Todos los ciclistas sabían que lo que Martín se proponía era una enorme estupidez, sería cazado mucho antes de llegar a Urdiello, pues ese tipo de "heroicidades" solo pueden prosperar en ciclistas de una gran talla. ( El legendario Bahamontes pudo permitírselo en varias ocasiones )
Urdiello estaba a solo diez kilómetros del final de la etapa; el pelotón, o un grupo de escapados, le pillarían mucho antes, en un momento en que Martín estuviese ya agotado y ellos aún frescos.
El director de su equipo se le acercó con el coche para decirle que estaba hacienda el tonto, pero Martín hizo oídos sordos y continuó pedaleando como un poseso. Ciento cuarenta kilómetros le separaban de Urdiello, lograrlo era un imposible en opinion de cualquier aficionado al ciclismo o de cualquier persona con sentido común. Solo una ventaja le acompañaba al aprendiz de héroe: se conocía aquella carretera mejor que cualquiera de sus compañeros, pues en ella se había formado como ciclista desde los catorce años. Sin embargo, su gran desventaja era ser muy flojito, el más flojito de todos los "routiers"
Los presagios se confirmaron, cuando solo faltaban diez kilómetros para llegar a Urdiello, un equipo de quince escapados rodaba ya a solo medio kilómetro de Martín. La captura era inminente. Martín miro varias veces hacia atrás, muy angustiado. Los veía mucho más próximos cada vez que giraba la cabeza. Se sentía ya muy agotado, y lo peor es que empezaba a comerse el coco con el ridículo que iba a hacer ante sus paisanos. Coronó un altozano que conocía muy bien, la última cuesta antes de avistar Urdiello. Desde allí arriba vio el campanario de la iglesia de su pueblo y los tejados rojos de las casas. Su pueblo, Urdiello!... A partir de aquí, ya era todo cuesta abajo. Intentó un último esfuerzo... sobrehumano! "Cagúen la puta!... muero en el intento si es preciso!... Aunque me rompa el corazón, hostias!" 
No quiso mirar atrás, pero oía el siseo de las ruedas de sus rivales deslizándose en el asfalto, escuchaba algunas voces aisladas, le estaban chupando rueda; en menos de medio minuto, quizá, le adelantarían como cohetes. Oía sobre su cabeza el potente rotor del helicóptero de la televisión. La última curva!... Ante él la recta que le llevaba a la gloria o a la humillación, un kilómetro escaso antes de llegar a la pancarta de "META VOLANTE" y a la otra con la que le querían sorprender sus vecinos.
"No me alcanzan!, no me alcanzan!, no me alcanzan!..." Pero le estaban alcanzando. Iba directo a... a la barrera de la vía del tren!... "Dios!" Por el paso a nivel con barreras de Urdiello iba a pasar en breves segundos un tren. Los urdiellones le hacían señas para que se detuviese, pero él seguía embalado. Sus perseguidores aflojaron la marcha. Era imposible saltarse la barrera, pues el tren ya estaba encima. "Hoy muero o triunfo!", pensó Martín.
De cientos de gargantas de los urdiellones surgieron gritos de espanto cuando su ídolo local cruzó la vía por delante del morro de la locomotora. "Que lo mata!, que lo mata!"... "Oh, Dios mio, lo ha matado!" Mucha gente apartó la vista y hubo incluso algunos desmayos.
Pero ese no era el día que la vieja de la guadaña había reservado para Martín Aromayo. Como decían en Urdiello: "se salvó por la picha de un mosquito" Esta vez, al mirar hacia atrás, solo vio el lento avance de un convoy ferroviario compuesto por veinte vagones de contenedores. Cubrió los 500 metros que le faltaban hasta la meta volante pletórico de alegría, casi llorando de la emoción, bombardeado por los gritos de sus paisanos... En la pantalla gigante, junto a la meta volante, se había visto su arriesgadísima maniobra para zafarse de los perseguidores. "Un loco!, un loco!... eres un loco maravilloso!, te queremos, Martín!", le gritó un admirador presa de la emoción . "Martín, hijo mio, Martín!", tan solo esto consiguió decir su madre, la cual, si hubiese estado en el paso a nivel no le hubiese permitido la locura. 
Pasó bajo las pancartas de "META VOLANTE" y "ANIMO, MARTÍN, CAMPEÓN!" Le lanzaron flores, confetis, besos, piropos... Ni un ganador del Tour de Francia había sido jamás tan espontáneamente homenajeado por el público.
Y continuó la carrera. Martín intentó ganar también la etapa, pero a tanto ya no pudo llegar, su corazón ni sus fuerzas se habían quedado en Urdiello. Sus perseguidores le adelantaron enseguida, y siete minutos después lo hizo el resto del pelotón. 
Martín volvió a ser el farolillo rojo, pero su gran sueño se había realizado, y gracias a este sueño cumplido, la afición al ciclismo creció entre los niños de Urdiello. Hoy en día existe una importante peña ciclista, la "Peña Martín Aromayo", y son varios los jovencitos que empiezan a destacar en este maravilloso deporte, algunos incluso llevan camino de convertirse en figuras. Serán mejores ciclistas que Martín Aromayo, eso sin duda; pero para ellos, y para todo el pueblo, el mejor de los mejores siempre será "el gran Martín", y no precisamente por su temeridad ante el tren, sino porque aquel día quiso dar lo mejor de sí mismo para el orgullo de su pueblo.

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