sábado, 7 de noviembre de 2015

( XXXIII ) Un asesino más listo que el hambre.




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Mauricio invitó a Lin Wáng a que compartiese con él el calorcillo de la pequeña fogata, alimentada con hierbas secas que el indigente había buscado por el contorno. Lin no aceptó el vino de Don Simón en cartón que también le ofrecía, porque no le gustaba el vino solo, acostumbraba a beberlo mezclado con mucha gaseosa, y aún así se emborrachaba. Y porque era muy escrupuloso, le hubiese dado un asco tremendo poner la boca en el mismo agujero en donde la había puesto otro. Tampoco quiso compartir sus colillas. Chulín era un chino muy fino.
- Aquí en donde me ves, yo vengo de una familia muy postinera, Chulín.
Lo dijo con cierto aire de misterio.
- ¿Y porqué no te sacan de la miseria? - argumentó el oriental marginal.
- ¡Oh, todo lo contrario, si me descubren me matan!... Y soy el heredero de una gran fortuna. Bueno, quizá no tan grande, pero sé que a ciertos familiares se les caería el mundo encima si se enterasen de que estoy vivo.
"Hay que ver lo que fantasea la gente cuando están a verlas venir" - pensó Chulín. El sabía que muchos vagabundos se inventaban pasados felices y glorias mundanas para evadirse, entre tragos de vino, de la miseria en la que estaban inmersos. Había hablado con más de uno y, todos, sin excepción, le contaron su película. Recordó "El viaje a ninguna parte" de Fernando Fernán Gómez. El personaje que interpretaba José Sacristán idealizaba un pasado que, en realidad, era el futuro con el que había soñado toda su vida. Como tantísimos cómicos viejos que no han conseguido triunfar, vivió y soñó con su personaje triunfador hasta la tumba.
Chulín no se creyó la historia de Mauricio Carrascales, pero agradeció mucho la charla, la compañía y, sobre todo, el calorcillo de la hoguera. Había muchas personas en esta vida más interesantes que la familia de autómatas de El Panteón Feliz: su familia. Le parecían todos ellos unos pobres infelices, sólo pendientes de hacer caja.
Maurio Carrascales bebía, pero controlaba. De sus labios no salió en ningún momento el apellido de la familia de ricachones de la que decía ser el destinatario de una herencia.

Fulgencio no conseguía conciliar el sueño. Pensó en muchas cosas, entre ellas que aún tenía pendiente la entrevista con Virtudes Cordero, la dueña del lavadero a mano de coches, y visitar el entorno en el que se movía Honorio Pontarrón, los vertederos, buscando a personas que hubiesen conocido al presunto asesino... oficialmente hablando.
"¿Llegaron a conocerse Honorio Pontarrón y Mauricio Carrascales antes del asesinato? Es posible que no. Pontarrón vive en el barrio desde hace menos tiempo, según el polícia Cordero, y ambos se movían en puntos muy distantes. Me da que a Pontarrón se la han jugado. Bueno, se la han jugado a los dos, a Pontarrón y a Carrascalas. ¡Joder, ahora que caigo, tengo otra entrevista pendiente, mejor dicho: debo concertarla primero. La de la tal... - encendió la luz de la mesilla y consultó en su agenda: "Flaugerta Terradillos, viuda de Sanchoyardo. Preguntar por su hijo Alfonsito" 
¡Joder, ya he dado ochenta vueltas en la cama! Me voy a dar un paseo"
Se preparó para su paseo nocturno. Buscó en el cajoncito de la mesilla de noche la pintura roja del año pasado. Con paciencia y un espejo delante, empleó quince minutos en pintarse toda la cara de rojo. Seguidamente se ajustó a la cabeza unos enormes cuernos de diablo.
"¡Ya está, perfecto!"
Había recordado que en un disco pub del barrio organizaban una gran fiesta de Halloween con premios a los mejores disfraces.
"¡Sí, señor, esta es mi gran noche de Halloween!"

( Continuará )  

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