jueves, 3 de noviembre de 2016

(Episodio 11) El caso de la domadora asesinada.



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De San Pedro del Pinatar a Santiago de la Ribera se puede ir caminando si uno no tiene mucha prisa. Ambos pueblos están unidos por un hermoso paseo que transcurre a lo largo de la playa, como el que une Marbella y Puerto Banús, pero más cortito.
A la inspectora le gustó la idea de caminar antes de enfrentarse a su trabajo, de esta manera iba repasando mentalmente todo lo que había leído aquella noche en el dosier, o al menos lo que se le había quedado en la cabeza. El capitán Gorrucháñez le había preparado muy meticulosamente todo el material.
Era una delicia sentir en su rostro la brisa marina y gozar del paisaje mientras reflexionaba sobre lo leído. ¡Aire puro! Ya habían transcurrido dieciocho meses desde que se fumó su último cigarrillo, siguiendo el ejemplo de su novio. Las gaviotas ya habían comenzado su concierto matutino de chillidos y exhibición de acrobacias aéreas con descensos en picado para atrapar incautos pececillos. En ese mismo espacio aéreo, pero a más altura, se exhibía a veces la Patrulla Acrobática Aguila del Ejercito del Aire, la misma que desfila una vez al año sobre el Paseo de La Castellana, Recoletos y el Paseo del Prado de Madrid lanzando chorros de humo rojo y gualda para dibujar en el cielo algo parecido a la bandera de España. A muy poca distancia de Santiago de la Ribera se encuentra la base aérea de San Javier.




Un circo pequeño ya no llama la atención de los adultos. Atrás han quedado aquellos tiempos en los que la llegada de un circo a un pueblo era todo un gran acontecimiento. Hoy en día solo algunos chiquillos se acercan "a ver qué es eso", y los más espabilados suelen tener la suerte de conseguir entradas gratis si les ayudan a los circenses a acarrear cubos de agua desde la fuente pública o el bar más próximo, o a repartir octavillas.
Este es el panorama que se encontró la inspectora Jiménez Herrera al llegar al descampado en donde se iba a empezar a montar el circo. La carpa aún no había sido izada en los mástiles. Algunos críos colaboraban con un par de empleados magrebíes en limpiar un poco el terreno de pedruscos y basuras. Un criajo de apenas ocho años manejaba un rastrillo grande.
Abdel Alim se quedó mirando a aquella mujer bajita, de pelo rizado y gafas, que se había plantado a pocos metros de donde se iba a montar la carpa.
Enriqueta oyó rugir a las fieras. Parecían inquietas. Sintió miedo.


(Continuará)

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